Por Nicole Baler
Alejandro Marmo, con su proyecto Arte en las Fábricas, conquistó los cementerios de hierro de los noventa y se instaló en los galpones, para crear esculturas junto a obreros industriales.
En la esquina de Posadas y Cerrito, un obrero metalúrgico intenta conquistar a una sirena. Aunque sus piernas de hierro le impiden caminar los cincuenta metros que los separan, hace seis años que no se rinde. El escultor Alejandro Marmo creó y juntó esas obras en pleno centro porteño, que resumen su espíritu de integración y conquista entre espacios que raramente se cruzan. Su proyecto Arte en las fábricas, con la misma intención de romper toda distancia, recorre el mundo como testimonio de la posibilidad de trabajar la inclusión social a partir del arte. De Villa Bosch a Tokio, con hierro y soldadora en la valija, muestra esta experiencia de creación en momentos de crisis.
Extraña su casa familiar, con padres inmigrantes, donde sonaba una mezcla de armenio, griego e italiano, con constante cacareo de gallinas de fondo. A través de sus obras, como El Cristo obrero de los trabajadores, hecho en una fábrica de Villa Soldati, o La Abeja de Río Tercero, confeccionada con restos de la explosión de la Fábrica Militar de 1995, busca rearmar ese rompecabezas de su infancia. La Evita inaugurada la última semana de julio en el ex edificio del Ministerio de Obras Públicas de la Nación, es su proyecto más reciente. Con el máximo icono de los trabajadores argentinos en plena 9 de julio, selló públicamente esa sinergia que puede fluir naturalmente entre arte y trabajo.
Durante los noventa, a raíz del vaciamiento industrial del menemismo, los cementerios de hierro poblaron la provincia de Buenos Aires. En 1995, Marmo, junto a grupos de trabajadores expulsados de las fábricas, comenzó a buscar en esos depósitos los materiales que fueron la huella de esa debacle, “para convertir la nostalgia y la exclusión en arte”. Las máquinas y herramientas en desuso y las pilas de chatarra oxidada, se volvieron fuente de inspiración cuando el obrero había perdido ese contexto que lo definía.
“Es un poco como buscar a mi viejo en cada uno. El lenguaje, el olor, me hacen acordar a él, que era herrero. Los muchachos que participan entienden que un tipo que viene de esa historia puede ser artista. Esa es la simbiosis que se da, entienden que ellos, si se animan a soñar, pueden hacer lo mismo”, cuenta.
“Me parece una absoluta estupidez pensar que un artista es un tipo abstraído del mundo. La realidad es una muleta de apoyo para crear un universo imaginario. El hecho de conectar con ese sector postergado no es casualidad. Yo vengo de ese lugar, no sabía qué hacer de mi vida cuando me dije: ‘voy a hacer arte’”, explica. Marmo asegura que hay un lenguaje que nace desde ese origen, que conecta a todos con la cultura de la emoción y reemplaza a la instrucción que él nunca tuvo. El trabajo con los metales vino en su sangre; si bien nunca había ayudado a su papá en la herrería, apenas entró a ese galpón abandonado con herramientas que heredó de su familia, todo fluyó.
En 2003, cuando el rector de la Universidad de Bologna en Buenos Aires se contactó con él, Arte en las fábricas salió definitivamente de los galpones para instalarse en universidades y galerías internacionales. Así, Marmo empezó a viajar todos los años a Viena, Madrid, Roma, y más tarde a Tokio, para dar talleres y mostrar cómo crear puentes a partir de un trabajo colectivo.
A sus 40 años, define su rol como el de “construir un escenario para que participen todos y se sientan parte de ese vuelo”, y subraya que es él el comandante: “Hay que saber muy bien cuándo es el despegue y cuándo el aterrizaje. Creo que en ese sentido, el artista no es muy democrático”. Marmo ve este proyecto como la forma de vincular los distintos escenarios a través de un pasaporte universal para la elevación del autoestima de todos porque, para él, “ante un cuadro o una escultura somos iguales”.
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